jueves, agosto 16, 2007

Autorretrato (mayo 2007)


Tiene los ojos verdes. Cansados. Sonríe sin mucho esfuerzo; no importa si está bien o mal. “Espero que esa sonrisa no se borre nunca de tu cara”, le dijo en el primer mensaje. No se borrará; no por él. Se mira en el espejo y tiene la sensación de estar otra vez de vuelta en el mundo, después de unas semanas extrañas. Demasiado literarias; cuando tu vida se convierte en una novela y tú no quieres ser el personaje principal. A partir de ahora, tendrá más cuidado con las situaciones en las que pone a los protagonistas de sus novelas y de sus cuentos.

Pero se ve bien, a pesar del cansancio. Tiene el pelo largo, ondulado, y lleva una trenza de cuero, signo de rebeldía a pesar de sus treinta años. Le gusta poder mirarse en el espejo y hacer preguntas; sentarse a escribir. Hace solo una semana no hubiera podido. Le gusta ver cómo sus manos se mueven deprisa por el teclado del ordenador. Si se pudiera resumir en algo sería en los ojos, el pelo, la sonrisa. La nariz, por ejemplo, nunca fue importante. En esos ojos está parte de la gente que se ha ido; por ellos intenta mirar el mundo. Lo leyó en algún sitio, no es original; que los que se fueron ven el mundo a través de nuestros ojos.

No sé qué hay en su mirada; interés, ternura quizá. Miedo, ya no. Antes sí. Y un poso de tristeza; pero esa tristeza, que ahora es más intensa, quizá tenga que permanecer siempre, porque es parte de ella. Igual que las ganas de vivir. Que no se irán nunca, que siempre vuelven. Le gusta el mar. Y los abrazos sinceros. Le gusta compartirse, recordar a la gente que quiere. Le gusta sentir una soledad que no está sola, que lleva siempre las manos amigas, las caricias, los besos, las respuestas. Y un montón de preguntas, que no quiere que desaparezcan nunca. No sabe caminar por la vida con todas las preguntas resueltas.

Le gustan sus ojos cerrados, cuando sueña. Le gusta ese espacio entre dos mundos en el que teje, igual que cuando escribe. En el que se deja llevar, como si navegara sola, tumbada, dormida en un barco que no tiene rumbo. Le gusta desperezarse cuando sale el sol, arrimar el barco a la orilla y volver a caminar por él; pero también perderse, a menudo. No sabría vivir completamente sola ni siempre acompañada. Se inventa cada mañana, y a la vez intenta ser fiel a lo que va siendo.

Le gusta emocionarse con cosas pequeñas, y, sobre todo, adivinar la esperanza. Como llegar a casa y ver a un pintor que borra los restos del incendio, y que las paredes vuelvan a ser blancas. Aunque nadie venga a pintarlas de azul y verde; el blanco, que nunca le gustó, ahora parece el mejor color del mundo. Le gusta que los días sean más largos, aunque luego añorará los días fríos y cerrados del invierno.

Le gusta bailar, y caminar bajo la lluvia. Siempre sin paraguas. Y lanzarse al mar desde un acantilado, sobrevolarlo para volver más llena. Le gusta escribir cartas, reales o imaginarias. Recordar sin añoranza. Le gusta, sobre todo, no tener prisa. Ni planes. Hace años que intenta soñarse volando entre las estrellas, pero no lo consigue. Cuando quiere a alguien le gusta cerrar los ojos y, antes de dormir, imaginar que entraba por la ventana y se tumba a su lado, solo para velar sus sueños.

Le gustan las metáforas, que son como darle la vuelta a las cosas, como convertirlas un poco en poesía. Le gusta emocionarse con alguien, cantar a voz en grito por la calle. Conquistar el monte, sumergirse en el mar. El mejor lugar, si le preguntaran, bajo el agua. Siempre bajo el agua. Por eso no sabe vivir en esta ciudad en la que imagina un horizonte con barcos, cerca de la gente que, aunque viva aquí, está a kilómetros de distancia.