domingo, abril 03, 2005

El ángelus



- El ángel del Señor anunció a María.

Repitieron las palabras al unísono y bajaron la cabeza para rezar, pero ninguno de los dos fue capaz de concentrarse en la oración. Ella cerró los ojos primero, apretó con fuerza las manos y buscó en su interior la razón para no hundirse en la tierra y desaparecer de su faz. Pierre se quitó el sombrero, la miró y cerró los ojos pensando si podía consolarla.

El cielo enrojecido y las apretadas nubes anunciaban tormenta desde el día anterior, y sin embargo no llegaba el ansiado agua. El ambiente estaba tan cargado que el trigo reseco se mantenía erguido, como si quisiera tocar el cielo.

Marie abrió los ojos un segundo y vio el pueblo; no quería volver a sus hijos hambrientos, a los vecinos enfurecidos. La estación de las lluvias había pasado sin hacer honor a su nombre, y los campesinos estaban tan crispados como el aire.

Pierre consiguió murmurar un rezo; quedaba algo de esperanza en sus palabras. Volvió a ponerse el sombrero y alargó la mano para sacar a su esposa de la desesperación. Tardó unos segundos en tocarla; casi prefería dejarla allí y enfrentarse él solo a las bocas hambrientas. Al dolor del mayor, que se volvía cuando su estómago sonaba para no perturbar a los otros. Al silencio de la niña, tan parecida a su madre. Al llanto inconsolable del más pequeño.

Pierre buscó una palabra que acompañase a su gesto, pero no halló nada. Cobijó las manos de Marie entre las suyas, quiso reducirla a esas manos para poder protegerla. Una lágrima mojó su mano. “No llores más, mi amor. No pueden quedarte más lagrimas”. Pensó, y cuando iba a decirlo se dio cuenta de que las lágrimas no caen tan seguidas. Miró hacia el cielo, tal vez el milagro. Una gota, luego otra. El ruido ensordecedor del trueno tantas horas, tantos días, tantos meses anhelado.

Ella abrió los ojos, como saliendo de un sueño. Primero vio las manos de su esposo; luego las sintió. Después supo de la lluvia en ellas. Le miró unos segundos para confirmar que era cierto, que seguían en el campo y la vida volvería. Al verle sonreir cayó de rodillas al suelo, arrancó con furia un manojo de hierba seca y fue la mujer, la madre, la esposa más feliz del mundo.

Seleccionado para publicación en el III concurso de relatos Luis del Val (Sallent de Gállego)

1 comentario:

Félix H. de Rojas / Félix Hernández de Rojas dijo...

¡¡¡ me gusta el ritmo del relato !!! su magia y misterio, consigue atrapar al lector.

¡¡ felicidades !!!